domingo, 28 de marzo de 2010

Para un argentino, ¿no hay nada peor que otro argentino? Por Mariano Grondona

Columna de opinión publicada en Diario la Nación el día 28/03/10

Una larga tradición nos ha enseñado desde Aristóteles que las pasiones humanas son en cierto modo ambivalentes porque pueden fallar por exceso o por defecto y sólo pueden ser aprobadas cuando arriban a un justo medio alejado de estos dos extremos.

El coraje, para tomar un ejemplo, sólo es encomiable cuando se aleja tanto de la temeridad, que es su exceso, como de la cobardía, que es su defecto. Pero Emanuel Kant observó que algunas pasiones son tan destructivas que "siempre" resultan nocivas y no admiten, por ello, ningún "justo medio".

Este es el caso del odio porque, sea grande o pequeño, siempre daña tanto al odiado como al odiador. Desde la intolerancia hasta la venganza y el resentimiento, el odio discurre a través de diversos canales. Aunque también se pueda reconocer que algunas de sus causas son comprensibles aún así, según Kant, el odio es desde cualquier punto de vista condenable.

Esta introducción nos lleva a una pregunta incómoda. Muchos de los que en la jornada del último miércoles gritaban contra los militares y los civiles que los apoyaron durante los terribles años setenta, cuando tres manifestaciones simultáneas aunque divergentes los repudiaron en la Plaza de Mayo, albergaban razones comprensibles para vocear sus reclamos, pero aun así hay que preguntarse hasta qué punto no los inspiraba un sentimiento de venganza.

Lo que estuvo totalmente ausente de la Plaza fue un sentimiento de concordia y de reconciliación, que es la antítesis del odio, en tanto sería justo preguntarse además si, en el caso de que otros manifestantes se pronunciaran a su vez contra los Montoneros y sus sucesores, no los movilizaría un odio igualmente intenso de signo inverso. Todo ello sugiere que la zanja de la enemistad que cavaron los años setenta, lamentablemente, sigue abierta.

Y no es que un sentimiento de reconciliación y de concordia no haya intentado infiltrarse entre nosotros. Cuando volvió a la Argentina en 1972 y fue abrumadoramente votado al año siguiente, el viejo Perón, que en su momento había proclamado que "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista" (lo cual implicaba que para un peronista no había nada "peor" que un antiperonista, un sentimiento destructivo cuya exacta contrarréplica albergaban los antiperonistas), pasó a decir que "para un argentino no hay nada mejor que otro argentino", una expresión de concordia superadora que acogió, desde el otro extremo, un Balbín también reconciliado. Pero justo en ese momento, al lado de la sabiduría adquirida por los dos viejos líderes brotaba impenitente el odio, esta vez entre los Montoneros y los militares.

La sabiduría de Perón y de Balbín tuvo sus continuadores a partir de Alfonsín, cuando dos leyes de concordia, como la del punto final y la de obediencia debida, remataron después en los indultos de Menem y del propio presidente Duhalde, refrendando de este modo la lección de la concordia que en otros pueblos ha dado lugar a iniciativas superadoras como los Pactos de la Moncloa en España y las leyes de amnistía en Uruguay, que el ex tupamaro José Mujica viene de avalar.

La Argentina parecía encaminarse entonces hacia la noble meta de la reunificación espiritual, pero todo esto hasta que Néstor Kirchner resembró imprevistamente en 2003 la semilla del odio que suponíamos en trance de erradicación y cuya más reciente manifestación ha sido el acto en Plaza de Mayo, cuando la señora de Kirchner presidió una serie de recordaciones que rematarían en el discurso incendiario de Hebe de Bonafini.

Un país de "odiadores"

Los Kirchner, ¿continuaron el auténtico sentimiento de venganza que aún portaban de una manera comprensible pero no justificable muchos de los manifestantes de Plaza de Mayo, o lo suyo ha sido, como lo denunció el filósofo Santiago Kovadloff, un mero acto de oportunismo ?
La pregunta es válida porque antes de 2003 el gobernador Kirchner se había destacado por sus excelentes relaciones con los militares a los que después procuraría destruir y por sus exorbitantes elogios al presidente Menem, a quien demonizaría.

¿Qué guió a los Kirchner entonces? ¿Una suerte de "conversión" espiritual o un cálculo táctico para aprovechar un poderoso sentimiento que nunca habían tenido? En contraste con ellos, el ex presidente Duhalde se animó en el mismo día de la Plaza a reclamar la reconciliación entre los argentinos. Las dos pasiones incompatibles del odio y la concordia volvieron de este modo a chocar y cabría preguntarse, en este sentido, si la abrumadora derrota electoral del Gobierno en las elecciones del 28 de junio no se debió, en lo esencial, a que el pueblo argentino se hartó de su lenguaje agresivo.

Pero inculpar solamente a la pareja presidencial por la subsistencia de la agresión a los adversarios convertidos en enemigos sería excesivo, porque las zanjas del odio no han cesado de cavarse a costa de la reconciliación mediante las sucesivas rupturas que asolaron a nuestro país desde el feroz antagonismo inicial entre los unitarios y los federales hasta los fortísimos embates entre el peronismo y el antiperonismo, pasando por el encono que frustró nuestro primer régimen democrático de 1912-1930 por la aguda puja entre los conservadores y los radicales.

Esta observación lleva entonces a una inquietante pregunta: ¿no hemos sido, a lo largo de
nuestra historia, una nación de odiadores en medio de la cual el "sectarismo", es decir, la adhesión a una parte como si ella fuera el todo, nos ha impedido probar una y otra vez los frutos de la unidad, de una suerte de "nacionalismo global", o de patriotismo, cuya clave es que cada sector se reconozca a sí mismo, igual que a su "enemigo" convertido en "adversario", como la "parte" de un "todo" englobante y no como una parte que pretende ser un "todo aparte"?

"Huérfanos de patria"

Esta serie de interrogantes desemboca en la pregunta más inquietante de todas: ¿sentimos acaso los argentinos que, por encima de cada facción, debe resplandecer el horizonte de una patria que no pertenece a nadie en particular sino que nos pertenece a todos porque a ella les pertenecemos todos, tanto los vivos como los muertos? ¿Por qué los argentinos no hemos seguido la senda constructiva de países hermanos como Uruguay, Brasil, Chile y Colombia?

En un poema que escribió el salteño Jorge Armando Dragone pueden leerse estas angustiantes estrofas, cuyo contenido glosamos: "Se nos murió la patria. Era una patria casi adolescente, era una niña apenas. Cuando murió, para la mayoría de la gente fue un día cualquiera. Unos hombres muy sabios opinaban que fue mejor que muriera porque después de todo era sólo una patria. Pero estábamos tristes. Es que esa patria era la nuestra. Es muy triste ser huérfanos de patria .

Sólo después que ella murió, nos dimos cuenta" (Eduardo María Taussig, El Te Deum y otros aportes al Bicentenario , con prólogo del cardenal Jorge Bergoglio, Libros Agape).

Sólo falta ahora que los grupos opositores que se sientan en el Congreso y que, sumados, expresan desde el 28 de junio a la mayoría abrumadora de los argentinos eviten con cuidado la trampa del "particularismo", que es el residuo final de la intolerancia.

El clima que reina entre ellos es extremadamente cordial. Pero, inducidos por el ejemplo insoslayable de ese "maestro involuntario" de lo que no hay que hacer que ha sido Néstor Kirchner, lo que ahora necesitan es elevar la cordialidad que ya exhiben al nivel superior de la convergencia republicana.

¿Sería excesivo concluir que esto es precisamente lo que hoy nos exige, para renacer, la patria olvidada?

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